¿Jarocho de corazón?

Estábamos Antonio Castro y yo caminando hacia la carretera. Habíamos entrevistado a don Ildefonso Medel "Cartuchito" en su casa de Vista Hermosa, cerca de Santiago Tuxtla. Para grabarlo tocando su guitarra y a falta de otros músicos, yo lo había acompañado con la jarana. Primero desconfiado -antes jamás habíamos tenido ocasión de tocar juntos-, Cartuchito se fue animando, prendiendo, hasta que los dos sones que queríamos grabar se convirtieron en más de diez, alargando nuestra visita y nuestro placer, y salimos de allí cuando la luz del día se terminaba.
Cruzando un puente -que yo, al llegar en taxi, no había detectado- llegó la magia del crepúsculo. Los pájaros detenían su plática estruendosa, mientras grillos y ranas tomaban su lugar en mis oídos. Pedí a Antonio que me grabara esa atmósfera con el supermicrófono de su supercámara y, para acrecentar el hechizo, los cocuyos y luciérnagas se fueron encendiendo, revoleando el derredor.
Le comenté a Antonio: -Tal vez estoy alucinando, o se me quedó pegado el sonsonete, pero entre grillos, ranas y viento en las hojas, pareciera que sigo oyendo la jarana.
-Estás oyendo son jarocho -replicó él-. ¿De dónde crees que sale la música tradicional?

Hay momentos de iluminación y ese, para mí, fue uno de ellos, y desató en mí un nuevo espacio de reflexión. Después de asistir a varios talleres con Gonzalo Camacho, ahora sé que a esa atmósfera sonora también le llaman cosmoaudición. Los sonidos que rodean a los distintos grupos humanos forman parte de su concepción del mundo y, por supuesto, se incorporan a los estilos musicales que crean éstos grupos, especialmente en las músicas tradicionales, que se van creando, cambiando y recreando muy lentamente, y se transmiten de padres a hijos, de generación en generación y siempre en comunidad, donde la creación individual, con el tiempo, se va disolviendo dulcemente en el todo colectivo.

Tiempo antes en Santa Rosa Loma Larga, pequeña comunidad serrana, donde llegué acompañando a Andrés Moreno (ver "El son jarocho y el encanto"), él -con su capacidad asombrosa de leer mi mente- antes de que yo preguntara, respondió: -Lo que huele extraño, es que los frijoles aquí no los cocinan con epazote como en México, sino con acuyo, y la leña es de palo mulato.

Totalmente "intoxicada" no tan sólo con el aroma de la olla y otros aromas de la flora y fauna del lugar, sino con el color de la tierra demasiado roja, el verde demasiado esmeralda de la vegetación, el demasiado azul del cielo, la demasiada música de los sones de muertos que estaban tocando y el -afortunadamente- demasiado espacio que dejaba en mi mente la falta de anuncios espectaculares, letreros variados y tráfico citadino, con lágrimas en los ojos y apenas pudiendo hablar, le dije a Andrés: -¿Cómo explico lo que estamos sintiendo aquí? Claro que no se escucha en un disco compacto, por más que el CNCA produzca testimonios; aunque trajera mil cámaras fotográficas, de video, grabadoras, aunque escriba mil cuartillas tratando de describir el paisaje y los olores; por más que lo deseara, me declaro incapaz de compartir todo ésto a quienes no están aquí ahora.

Así ocurre también con otros factores: comida, creencias, costumbres, texturas... ignoro si, además de cosmovisión y cosmoaudición se estén utilizando los conceptos cosmoingestión, cosmolfato, cosmotacto, cosmolenguamaterna... experiencias sensoriales que no son transmisibles a distancia, que uno puede apenas paladear cuando está allí, y que forman parte de la cotidianidad de quienes allí nacieron, allí crecen y allí permanecen. Y que en el constructo social, resultado de muchas generaciones nativas, explican el mundo de una manera determinada y forman el carácter de una cultura. Todos estos factores influyen en su forma de relacionarse entre sí y con otros grupos, en su forma de crear todo lo que puede ser creado por el ser humano: la música y el baile, por ejemplo.

"Jarocho de corazón
y también de nacimiento,
el huapango retozón
en mi corazón lo siento"

(Copla de Víctor Huesca, de la canción "A orillas del Papaloapan")

¿Qué pasa cuando los fuereños -de otro país, de otro estado, inclusive de otro barrio- llevamos gusto de interpretar la música y el baile ajenos? Estamos en todo nuestro derecho, claro, porque cualquier persona puede hacer cualquier cosa, y todavía mejor si lo hace de corazón. Jarochilangos, huastecos chilanguenses, gringos calentanos, mariachis colombianos y alemanes, salseros japoneses... ejemplos de gustosos dedicados a músicas ajenas. Pero ¿podemos pensar que, por ello, ya formamos parte de las culturas que degustamos? ¿Nuestro caso se puede equiparar a quienes forman parte de otro tejido sociocultural?

Un categórico NO. Y más NO. Y muchos NÓES. Nuestra participación, por más amplia que pueda ser, tiene sus límites, que no son sólo geográficos. Hay muchos grados de degustación de lo ajeno, desde el simple turismo cultural, pasando por la contemplación, el aprendizaje, el montaje escénico de elementos varios, la producción de documentales, hasta incluso la migración porque, en casos extremos, podemos cambiar nuestra residencia para estar dentro del fogoncito de aquello que amamos o a la inversa, podemos enamorarnos de aquello que encontramos allí donde la vida nos ha llevado.
Pero el límite lo marca el milenario árbol genealógico, ideológico y cultural del que cada uno de nosotros ha surgido, esa gran raíz que, aún quienes reniegan de su orígen, arrastran como una gran cola de dinosaurio y se refleja en el carácter, la personalidad, las aspiraciones y el tipo de respuesta que damos a diferentes estímulos, y allí comienzan las complicaciones. No es lo mismo "saber" que una danza está dedicada a Tonantzin, que haber crecido sembrando la tierra y tratándola como a nuestra madre. No se puede comparar el conocimiento monográfico de un ritual a Tonatiuh -cuantimás si nos hablaron en la escuela del supuesto politeísmo de los aztecas- que saber -de cierto y en profundidad- que estamos, con la danza, propiciando que los planetas continúen su viaje por el Universo. No es lo mismo ser una solista de un grupo de danza que se enamora sobre el escenario -o en los camerinos, o en los ensayos- del otro solista, a tener en el microcosmos del fandango la única oportunidad de ser cortejada por un buen muchacho de la misma comunidad, o de otra cercana. Vaya, los fuereños siempre estamos moviéndonos en una capa externa, en relación a quienes viven cotidianamente una cultura, con todo lo que ello implica.

¿Y el loable trabajo de la difusión y el rescate? Como dijo mi amigo Enrique "Guajiro" López de Juchitán, al escuchar la controvertida palabrita en una entrevista de Lila Downs: -¿Rescate? Ni que nos estuviéramos ahogando.

Por más que nos salgan callos con los instrumentos, por más que dejemos lisos los antiderrapantes de nuestros zapatos, por más casets de video que llenemos, lo más que podemos lograr los fuereños escénicos es un puente de degustación entre culturas diferentes que, con suerte y mucho esfuerzo, se puede convertir algún día en diálogo respetuoso para, tal vez y en el planeta adecuado, propiciar otras acciones que poco tienen qué ver con lo artístico -como generar trabajo en el país, para detener la migración y la consiguiente pérdida de espacios para la transmisión de tradiciones de padres a hijos, por poner uno de los ejemplos escalofriantemente actuales. Pero la valoración, revaloración, conservación y actualización de las tradiciones, solamente atañe a quienes éstas les pertenecen por derecho de nacimiento y vivencia, y es a ellos a quienes debemos respetar los fuereños, por encima de todo. Y saber que, cuando uno llega al lugar donde ha nacido la música y baile que amamos, es a aprender, que no a enseñar, aunque podamos compartir algo de nuestro propio bagaje, si nos es requerido.

Todo este palabrerío reflexivo lo resume el inicio de unas magníficas décimas de Fernando Guadarrama:

"Lo jarocho no es la ropa
el sombrero o la jarana;
es árbol que, en la sabana,
tiene raíz, tronco y copa."

Ana Zarina.
Voyeurista de tradiciones ajenas.
21 de febrero de 2008

 

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