EL VIOLÍN EN MÉXICO

Publicado en Fiddler Magazine, Vol. 5, Otoño 1998 y
Revista del
Encuentro de Dos Tradiciones, Vol 2, marzo 1999

Para hablar del violín en México hay que recordar que somos un país de contrastes, con una vida mágica paralela a la cotidianidad material. Al llegar la religión católica y sus representantes, los sentires autóctonos no desaparecen del todo. En muchos puntos de la sabiduría popular existen huellas indiscutiblemente prehispánicas. Incluso en los ritos católicos, se encuentra la idea de que cada uno de nuestros actos tiene repercusión en el cosmos, que podemos cooperar con las fuerzas naturales. Así, la música y la danza tienen un papel preponderante. Y no solamente en la música ritual de las comunidades indígenas, dedicada a tiempos de cosecha, de siembra o a las energías de la tierra. Me refiero a los pequeños ritos cotidianos como velorios, matrimonios, bautizos, como una reminiscencia de las danzas comunitarias de antes de la llegada de los misioneros.Al llegar la conquista española, nuestro territorio estaba dividido en múltiples culturas, dominantes, dominadas e independientes. El trabajo de evangelización se ve así complicado, y las misiones se deben de repartir por todo el territorio poblado, creando una “regionalización” de las costumbres que depende de la cultura nativa y de la orden católica recién llegada. Durante el s. XVI esta evangelización se acompaña con el recurso de las misas cantadas y de conciertos comunitarios al terminar las ceremonias religiosas, para lo que se enseñó a muchos indígenas a tocar las piezas religiosas. Fray Toribio de Benavente o Motolinía habla de indios que superaban fácilmente en técnica a su maestro en pocos días, plenos de amor a las manifestaciones sonoras, consideradas divinas en la mayor parte de nuestro territorio.

LAS DANZAS

Pero en los siglos XVI y XVII el violín sinfónico no existía todavía como tal, llegan al nuevo continente los instrumentos que, por su tamaño o materiales, pudieron sobrevivir la aventura de atravesar el Atlántico, acompañando a misioneros y soldados. Así, uno de los primeros instrumentos de cuerda frotada que aparecen en escena y tienen amplia aceptación entre los habitantes de acá es el rabel. Estamos hablando de un fiddle pequeñito, de aproximadamente 12 pulgadas de largo, con tres cuerdas, y de muy sencilla manufactura. Este fue el violín predominante en la época de la colonia, usado en el rito católico con otros instrumentos de cuerda, como la guitarra y el arpa.

Tan adoptado fue este último por la cultura huichola, que la palabra para designarlo es RAWÉALI o RAWERI y TOEPÍ al arco. Este se elabora con madera blanca, tiene cuatro cuerdas, 2 de acero y 2 de cerda y, para darle un uso chamánico, se adorna con símbolos rituales pintados con polvo de maíz. Su mitología lo reconoce como foráneo mencionando que el Santo Cristo triunfa dos veces en un concurso de ejecución de este fiddle. Dicen que el rawéali es pequeño como el que tocó el Santo Cristo, pero no tanto. El actual tiene entre 14 y 16 pulgadas de largo, aunque también se toca sosteniéndolo contra el bíceps. Es una réplica en miniatura del modelo europeo, y se utiliza en todas las ceremonias cristianas, y algunas paganas.

Estas danzas huicholas son tocadas en 2/4 y 4/4, normalmente con notas contiguas o sobre el acorde, que no pasa de tónica, subdominante y dominante. Como la mayoría de las danzas indígenas, tiene una aparente monotonía, que, examinada de más cerca, es rota por remates de compases incompletos, o ligerísimas variaciones de notas, como sustituir el tercer o cuarto grado por el quinto en figuras alternadas.

Por su aislamiento, en dos culturas muy distantes geográficamente (tarahumaras o rarámuris en Chihuahua y chamulas en Chiapas), prevalece una instrumentación más cercana a la barroca europea, y las guitarras, violines y arpas tienen cuerdas de metal. El LAWEL de Chiapas es un violín casi de tamaño sinfónico, con la peculiaridad de tener 3 clavijas de afinación, pero sólo dos cuerdas y se toca con un acompañamiento muy sencillo, llevando solamente el pulso de las piezas. Esta música no es bailada, sino solamente tocada en rituales del tipo meditativo y acompañada de una bebida alcohólica (pox) y un polvo con hierbas alucinógenas para acceder a otros estados de conciencia. Los rarámuris, quienes lo llaman RAVERI, lo utilizan para las danzas que ritualizan la cacería del venado y las iniciaciones de los adolescentes.

Vale la pena mencionar como excepcional el rabel de los Pames (grupo del centro y sur de San Luis Potosí), hecho totalmente de trozos de carrizo, unidos entre sí para formar el cuerpo y el brazo, con 3 clavijas del mismo material.

Gracias a las concienzudas enseñanzas musicales a los indígenas, el rabel estaba tan alegremente instalado en todo el territorio de la Nueva España, que se tuvo que elaborar un edicto en 1555 limitando el uso de chirimías y flautas a los pueblos principales para utilizarlas solamente en las fiestas patronales, y prohibiendo terminantemente el uso de instrumentos de cuerda. Esto toma efecto solamente en esos pueblos principales, ya que en las comunidades aisladas (huichola, tarahumara, tepehuana y seri en el norte, y chamulas, tzotziles, tzeltales en el sur) se hace caso omiso, y el violín sigue su camino, ahora independiente de la influencia española. Esto explica que en México se hable de música indígena y mestiza en violín que, aunque no existiera en la época prehispánica, tiene su nombre por la etnia que la produce. En la zona huasteca (Veracruz, Hidalgo, Tamaulipas, San Luis Potosí, Querétaro y Puebla) tanto entre los indígenas huastecos como los nahuas, la música de rabel y arpa chiquita continúa hasta nuestros tiempos.

SON DOESN’T MEANS SONG (Son no significa canción)

Al llegar de Italia y Francia, durante la colonia, los cuatro instrumentos sinfónicos (violín, viola, cello y contrabajo), se prefieren entre académicos y populares los de tesituras extremas, la aguda y la grave, lo cual se puede observar entre varios grupos, sobre todo los de música Norteña (polcas y redobas) y los michoacanos (pirecuas, danzas y sones). Aquí se utiliza indistintamente el contrabajo de 4 y de 3 cuerdas, y siempre el violín de manufactura moderna, que está elaborado en esa misma zona por lauderos famosos, como los de Paracho. Esta fue una de las regiones donde se puso más interés a la enseñanza de la música en las misiones católicas, lo que se puede apreciar en la riqueza de formas instrumentales y vocales.

Hacia la guerra de independencia (1810), muchos instrumentos se regionalizan, pierden algo de su manufactura europea al ser fabricados con materiales y herramientas autóctonas, y adquieren nuevos estilos de interpretación. A partir de este periodo se generan las formas de SON, normalmente en compás sesquiáltero, mezcla de ¾ y 6/8 (métrica que nos recuerda aquella frase de West Side History: “I like to live in America”) y con gran libertad para la improvisación, tanto vocal como instrumental. El violín tiene gran participación en la melodía, en varias regiones tocado a dos voces y acompañado de distintos instrumentos rasgueados y bajos.

Los sones no son comúnmente escritos en partitura, precisamente por esa gran mutabilidad. Incluso en algunas zonas en vez de decir, por ejemplo, “vamos a tocar la guacamaya” -particular-, se dice “vamos a tocar una guacamaya” -genérico-, entendiéndose que “la guacamaya” que vamos a tocar en este momento es distinta a la que pudimos tocar ayer, o a la que toquen otras dos personas, aunque se trate del mismo son. Así, cada son, en vez de ser una pieza musical definida, sería un subgénero musical. Se les puede definir más cercanos al jazz, como una base rítmico-armónica, una melodía de entrada para el instrumento cantante (declaración del son) y una figura de acompañamiento cíclica que se repetirá tantas veces como estrofas se deseen cantar, dando pie a la creación de figuras melódicas variadas. Se utilizan como un pretexto musical para bailar o para decir cosas: versos de cortejo, anecdóticos, consejos de sabiduría popular, etc. y, aunque las grabaciones comerciales los han limitado a durar entre 3 y 4 minutos, hay regiones como Veracruz donde un mismo son puede extenderse por espacio hasta de una hora, para dar oportunidad a muchas parejas de baile a turnarse en la tarima de madera, que generalmente es pequeña. Este género normalmente es para lucir el zapateado, como baile de parejas, por lo que no pueden subir muchas personas al mismo tiempo.

Esto se reglamenta dividiendo la participación de los bailarines en turnos de un verso cantado con su correspondiente interludio musical. Parte de la improvisación de los sones se da en los pies, como en el tap, siendo realmente el cuerpo y la tarima usados como un instrumento de percusión totalmente fundido con el grupo musical. En la zona huasteca, especial por su virtuosismo interpretativo, se establece un diálogo directo violín-zapatos durante los interludios entre versos cantados. Este diálogo también es notable en la zona sur de Veracruz (son jarocho) donde actualmente se utiliza más el arpa, pero antiguamente (y ahora recuperándose) existía la participación del violín, también descendiente del rabel, adoptado por la cultura popoluca. Las figuras que realiza son normalmente en octavos, con notas del acorde.

Tal vez el son más famoso mundialmente es el jalisciense, interpretado por nuestro tradicional mariachi. Antes de los años 50’s, este conjunto estaba formado por dos violines, un arpa grande, la vihuela (guitarrilla para rasguear, afinada como la guitarra, pero sin la cuerda sexta) y la quinta de golpe (parecida a la vihuela, pero más grande y afinada una cuarta o una quinta abajo). Fue en esa década que se sustituye la melodía del primer violín por trompetas, y este queda relegado a hacer segundas voces. Además, para competir con la sonoridad de los alientos, se deben utilizar 3 o más violines tocando al unísono. Además, el arpa queda sustituida por el guitarrón, guitarra bajo que se toca haciendo octavas. En estos sones podemos notar una complementariedad de figuras rítmicas entre los rasgueos, el bajo y el violín, donde, en los silencios o figuras lentas de este último, los rasgueos “rellenan” y el bajo apoya los tiempos débiles. Justamente en este diálogo se encuentra la riqueza de su música, puesto que, al fallar cualquiera de los dos apoyos, el tiempo se pierde.

Jalisco comparte la formación tradicional del mariachi sin trompeta con las regiones de Tierra Caliente michoacana, cuyas formas son tan parecidas que es posible pensar que la división de las regiones es meramente política, pero el clima, la ideología y los recursos naturales son los mismos. También es parecido al Nayarit mestizo, aunque este está claramente influido por las danzas huicholas en cuanto a su monotonía rítmica (ver fig. 2d).

Finalmente, en la cultura indígena y mestiza de nuestro país, el violín es una especie de musa para que los demás instrumentos, los bailarines, las festividades, los fenómenos naturales y los dioses vayan “colgados de él”, atendiendo los caprichos de éste que responden, a su vez, a una realidad subconsciente, mágica, multidimensional perdida en algún lugar privilegiado del espíritu del mexicano, tal vez más cerca de los dioses y el cosmos de lo que quisiéramos creer.

Ana Zarina Palafox Méndez
Julio 1998

Bibliografía:

Manuel Alvarez Boada, “La música popular en la huasteca
veracruzana”.
,Cultura Popular, De. Red de Jonás, México, 1985

Juan Guillermo Contreras Arias, “Atlas cultural de México”,
tomo de música, Ed. SEP, INAH, PLANETA, México, 1988

Robert M. Zingg, “Los Huicholes”, tomos I y II, Instituto
Nacional Indigenista, México, 1982

 

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