EL CANTO DE LA JARANA

Colocado en marzo de 2002 en la internet por Rafael Figueroa,en su
página
www.comosuena.com , dedicada al son cubano y al son jarocho (recomendada)

No me acuerdo si era día del toro o de la Virgen. Pero Tlacotalpan estaba llena de gente de fuera –como yo- y al parque no se le veía ni el quiosco, de tanta basura y tanta gente. En ese tiempo no estaban tan escandalosos los bares de junto al Palacio –entonces tal vez no era día del toro-, pero sí se escuchaba algo de salsa, y muchísimas voces y gritos.

Como canto de sirena, algo llamó mi atención. Segurito que era una jarana... creo. Volteé para todos lados, y seguí los caminitos del parque, medio al azar, medio colgada de mis orejas. –Si eso es una jarana, la está tocando el Diablo –pensé- porque nadie más la puede tocar así, si hasta parece que canta.

Mientras buscaba al “diablo”, me imaginaba si éste sí tenía pies de gallo, o que cuando lo viera se me iba a desaparecer oliendo a azufre, o que se iba a escuchar una carcajada grandota y cavernosa.

Y al fin di con él. Era un hombre como de setenta y muchos, de pantalón azul claro asentado en un pañuelo sobre la banca. La guayabera limpísima, como su sombrero.

Algo tenía de diablo, sí, su nariz “ganchuda” y ojos entre malévolos y burlones, que daban todavía más carácter a su sonrisa ladeada. –Si quiereh ehcuchar, hiéntate, no te quedeh ají parada con la bocota abierta –casi me gritó.

Pues valía la pena aguantarme la vergüenza y, tratando de hacer “cara natural”, me acomodé en el pequeño espacio que dejaba aquel señor. Y él empezó a tocar una Lloroncita. O más bien, la Lloroncita lo empezó a tocar a él. Y a mí. Ambos me conquistaron para siempre.

Habrán sido unos dos años de dedicarme en Chilangolandia a juntar dinero para poderme ir a Alvarado a buscar a mi “gigoló Hulián Cruh”, sentarme junto a él en “La Viuda”, invitarle desayunos, comidas y cenas, refrescos, traerlo a México, organizarle un homenaje animada por mi amigo Enrique Barona. También aguantarle malos modos, que me mandara por cigarros, que no le gustara viajar en micro o en camión –colgados como mapaches, pero, Don Julián, empeñé mi coche; si tuviera un avión, vendría por usted hasta con azafatas, se lo juro-, que me despertara en mi casa a las 4 de la mañana para que le calentara leche para nescafé... Pero en medio de todo esto, a veces él volteaba la jarana que siempre traía colgada del hombro. Entonces me decía –Mira, así se afina “por cuatro”-, y –quítale así, de a dedo por dedo, para declarar el son como se debe, porque si nomás le “rascas”, ¿quién se va a enterar qué estás tocando?

A pesar de haber tocado en México con los conjuntos comerciales, “de ostionería” –y haber botado todo el dinero que ganó, también- Don Julián sabía tocar la jarana pausadito, disfrutando cada uno de los rasgueos, haciendo que cada dedo se enamorara de cada cuerda, sacando sirenas, ríos y arco iris de la boca de su instrumento. Y también quejándose y atacando a la gente hasta en el escenario del Encuentro, cada vez que podía. Pero a Don Julián nosotros le perdonábamos todo.
Con sus maltratos, se alternaban sonrisas, abrazos fuertes y cartas que parecían almohadas, llenitas de papel copia todo escrito de versos manuscritos de caligrafía antigua. A veces, cuando yo tocaba, él gritaba: -¡Ehtá de la tiznada, qué porqueríah ehah! Pero algunas veces también se le escapaba una sonrisa y decía: -Mbuenno... parehe que ahí va.

Afortunadamente lo gocé varios años antes de que nos dejara. Y alcanzó a enseñarme que la jarana no se afina en do, ni en re, sino que hay relaciones entre las cuerdas, y esas son las afinaciones. Y una se llama “por dos” o “por primera”. “Por cuatro”, “menor chinalteco”, “por variación”... muchas nomás las mencionó. Otras sí me dejó apuntarlas con dibujitos en mi cuaderno, y hasta se aseguraba que me las hubiera aprendido.

También afortunadamente, he encontrado más soneros que, como él, pueden declarar el son con la pura jarana, que también la hacen cantar, saben “mover los dedos en el brazo”. Algunos ya murieron, pero hay muchos vivos. Y tienen muchas ganas de enseñar lo que saben. Y de recibirte en su casa. Y tienen grandes sonrisas hermosas


Hará unos siete años, dejé de ir al Encuentro de Tlacotalpan por un tiempo. Un amigo mío se enamoró del fandango, y empezó a ir allá seguido. Una vez que él regresaba de allá, todo “fandanguero” y entusiasta, nos juntamos en su casa y me prestó una jarana, porque él quería prolongar su Candelaria. Creo que esa fue la primera vez que nos peleamos...

Era un Balajú. Los grupos “comerciales” le hacen 7 u 8 cambios de pisada en cada vuelta. Los “Don Julianes” le hacen como cien. Pero mi amigo le hacía cuatro. Nomás empezaba con la primera, luego la tercera, luego la segunda, y de vuelta la primera. O como dirían esos cuates que leen música: tónica, subdominante, dominante y concluye en tónica. Sin preparaciones. Sin acordes de paso.

Suponiendo que para esto importara saber armonía, y a mi poco entender en la materia, sobre un acorde básico uno puede hacer movimientos con las notas, enriqueciendo los acordes. Me platican que en los principios del jazz, los acordes eran simples y, a partir del análisis de las improvisaciones de aquellos músicos, todos corazón, es que se escriben novenas, y quintas aumentadas, y hasta docenas. Docenas de acordes que nadie tocaba en el acompañamiento, pero que éste mismo o la línea melódica iban agregando, alegres y juguetones, y con el tiempo esta complejidad se convirtió en regla general.

Intuyo que ocurre igual con la jarana. Las afinaciones tradicionales contienen de forma natural acordes traviesos -¿disonancias o enriquecimientos?- sobre los que el músico puede generar más movimiento de notas. Para ellos es simplemente poner y quitar dedos en la pisada, generando un canto. Canto de sirena.


Pero de un tiempo para acá, en la medida en que jóvenes entusiastas se acercan al fandango, se simplifica la armonía. ¿Tal vez resultado de los “cursos de dos semanas” ? No pongo en entredicho el valor de este sistema de difusión del son jarocho. Ha sido necesario atraer a más gente que de una forma participativa aprecie la tradición. Es enriquecedor para el son que otras personas, de la misma región o de fuera –Chilangolandia, Toronto o Benin- lo acepten, degusten, difundan y hasta presuman, sintiéndolo suyo. Aquello que se expande, tiene menor riesgo de morir. En estos tiempos donde la economía cobra exagerada importancia, la difusión genera una derrama económica que a ninguna tradición le cae mal.

Pero también últimamente he observado a quienes conocen el ”canto de la jarana”, alejarse del fandango en Tlacotalpan. Hace apenas unos 15 años, cuando los organizadores se retiraban alrededor de las tres de la mañana, los rancheros dominaban la tarima. Simplemente tomaban los lugares vacíos, y comenzaban a sonear. Un rato después, aquello era un ritual. Ya no ocurrían “errores”, ya solamente los bailadores zapateaban, ya nadie “correteaba” el son. Y si alguien quería acercarse a tocar, espontáneamente respetaba el orden jerárquico –“los que saben van hasta enfrente, para dirigir el zapateo, y los que saben menos, pues se pegan atrás, lejitos, donde no jodan, para que se vayan enseñando”-. Algunos tocaban el balajú con nomás 7 u 8 pisadas por vuelta, pero se distinguía bien alguna jarana que, sobre eso, “cantaba”, “poniendo y quitando los dedos de a uno por uno”. Y quienes decidíamos no acercarnos a tocar, andábamos por ahí, percibiendo aquella cosa que quién sabe cómo se llame, pero que al retirarse de madrugada, con la luna asomada por entre el sereno, esa cosa lo acompañaba a uno, y hasta se le trepaba en los sueños.

Ahora veo a los viejos –y con esto quiero decir también los que, aunque de poca edad, saben del son viejo- retiraditos, como antes uno, a unos metros de la tarima, nomás observando. Y me han contado que su padre les enseñó el son pausado; que si se corretea, nadie puede hacer nada bien. Que los bailadores ya parecen como cuando oyes de lejos galopar a los caballos. Que de tanta jarana junta, nomás se oyen como abejas y, de los requintos, nomás parece que no andan por allí. Que ¿quién va a poder tocar a gusto con un pandero en cada oreja? Y de los nuevos que andan ahí, pues quieren ir “todos parejitos”, porque eso les dijeron en el curso, y al que hace más de esas cuatro pisadas, todos se le quedan viendo como si estuviera loco. Y a lo mejor lo está, como “el diablo Don Julián”.


Lino Chávez era un demonio mayor. ES un demonio mayor. Porque no sólo sus amigos y público lo recuerdan todavía con cariño y admiración; sobre todo sus detractores se han encargado de volverlo inmortal. Hasta la fecha se habla mal de él. O mejor dicho, en la medida en que esta “giga-difusión” del son jarocho avanza, cada vez se habla peor.

Cierto es que, gracias a las películas, al Presidente Miguel Alemán y a las disqueras, fuera del Estado de Veracruz -y a veces hasta en el mismo Puerto- el estilo de Lino es el único conocido. Quienes dicen que el son jarocho es muy alegre, jamás han oído El Perro, o Las Poblanitas. Han escuchado al conjunto Tierra Blanca, el Medellín, y muchos otros que se han derivado de éstos. Tendrán algún LP o CD con “20 grandes éxitos”, o “sones jarochos picantes”. Pero cierto es también que son la mayoría. Que el son jarocho de la sierra no se da a conocer en los medios. Ni en los cincuentas, ni ahora.

Y decir Lino es también decir Barradas, o Huesca o muchos otros que cooperaron. Pero el icono es Lino. Y me consta directamente que no era tan malo... a fines de los ochentas, se topó –bueno, lo forzamos un poquito- con Don Julián en el Casino Veracruzano. Ambos saliendo de un auto-exilio social y económico, arredrados por gente que los fue a buscar. Nomás se encontraron, y ya ninguno de los dos quiso tocar con nadie. Importándoles poco el programa que se había más o menos preparado, se trenzaron en tórrido jaraneo. Pero, para sorpresa de todos, se dedicaron a tocar el son pausado. Lino olvidó su exitoso trémolo de la primera cuerda, y su velocidad apabullante, para llevarnos a los más recónditos secretos de la guitarra de son. Ahí se convirtió en Don Lino. O Tío Lino. Y Don Julián permitió a su jarana entrelazarse y entregarse, en asombroso coqueteo con el bordado que Lino iba desarrollando. Ya mí se me borró de los ojos el Casino Veracruzano. Yo veía a mi alrededor Boca de San Miguel y Otatitlán –que no conozco, pero sé que son así como ahí los vi-.

Y también ese día me constó que Lino, el Demonio Mayor, tocaba acelerado nomás porque podía. Porque así se le daba su gana. Y no porque no supiera tocar de otro modo.


Así como en tiempos de Lino, ahora se está dando la comercialización del son. Comenzó en los setentas con algunos discos “de rescate” (Antología del Son, Antropología, Maestros del Folklore y otros por el estilo), que tuvieron la finalidad de registrar y difundir –a una escala pequeña- la música tradicional sin alteración alguna, grabada en su lugar de origen. Pequeñas monografías de los intérpretes, lugares y fechas de registro, versos transcritos con dificultad y tal vez bibliografía y algunas fotos.

Pero en poco más de quince años, una variedad nunca antes vista de compactos de son jarocho –y similares- llena las secciones de “folklore”, “música del mundo” y “novedades” no solamente en las tiendas de los museos y las instituciones. También en las grandes distribuidoras trasnacionales, que aceptan tarjetas de crédito, cheques de viajero y además venden por Internet. La mayor parte de esta discografía “top hit” pertenece a grupos que, de manera entusiasta y renovadora, han compuesto nuevos sones, o agregado elementos vanguardistas a lo tradicional. Nuevos instrumentos, modulaciones tonales, cambios de compás, reintegración evidente de la negritud y versada con temas de actualidad son algunas de estas aportaciones.

Apoyados con la organización de encuentros binacionales e internacionales, fusión con otras músicas, giras a eventos importantes, talleres en muchos países y uso adecuado de los medios de comunicación masiva, quienes forman este movimiento –conscientes o no de ello- han creado una explosión comercial. Han logrado atraer al público que consideraba “desafinado, aburrido y monótono” lo que Hellmer y Warman registraron en la misma zona, años antes. Han conseguido que grupos de gran renombre –comercial- graben sus composiciones. Como corolario, la inclusión de Tlacotalpan en el Patrimonio de la Humanidad ha llevado allí a gente que ni siquiera a Lino había escuchado.

Claro, estos músicos ya no tienen tiempo de ir a un velorio al rancho, porque andan en Alemania, Estados Unidos o Venezuela. Pero es una por otra. No se puede todo.

Y no es malo. Son talentosos y han puesto mucho trabajo en sus aportaciones. Graban en buenos estudios, se afinan electrónicamente en La universal, estructuran bien sus versos y son muy minuciosos cuidando la calidad. Realmente se merecen el éxito, y se les aplaude el haber conseguido llevar el son a tantos foros. Se les disfruta muchísimo.

Además, no estorban al desarrollo natural del son. En las bodas, en las velaciones y fiestas patronales de pueblos y ranchos seguirán haciendo fandangos. Los padres y los abuelos seguirán enseñando el canto de la jarana. Seguirán trovando a las guacamayas, los toros, las vacas ligeras y las morenas hermosas. Seguirán construyendo instrumentos y tarimas, se seguirán engalanando para las fiestas. Este movimiento comercial es como una gota de aceite que se desprende del tonel, y recorre su propio camino, sin dañar al tonel mismo. Son como un joven que deja su casa para hacer cosas importantes.

Mientras, casi percibo a Lino Chávez, a Pepe Barradas, a Don Julián, a Andrés Huesca y a Rutilo Parroquín –entre otros- en el más allá, asomándose para verlos andar, perdonándoles todo lo que les han dicho y bendiciendo su camino, con amor paternal.

Ana Zarina Palafox Méndez

Febrero de 2002

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