EL CONCURSO DE APATZINGÁN

Es 21 de octubre. La Secretaría de Cultura de Michoacán organizó el II Encuentro de Músicos y Bailadores (yo agregaría y versadores, porque sí hubo) en el Teatro del Pueblo, ese entarimado enorme, despliegue de luces robóticas y de las otras, con tremenda consola de audio y bafles como para espantar hasta a un sordo, cuantimás a una chilanga delicada.

El público estaba atento a la diversa muestra de géneros musicales. Se emocionó con los niños y jóvenes que ya interpretan la música de la Tierra Caliente, toleró amigablemente algunos géneros colados desde el otro lado del país, aplaudió rabiosamente a sus grupos predilectos, y permaneció hasta el final.

Convivencia entre los grupos e individuos VIP que fueron invitados a participar. Intercambio de técnicas en los instrumentos, también intercambio de felicitaciones y apapachos, hasta intercambio de cervezas. Todo fraternidad, el ambiente (y el pago) contribuyó al gusto de las personas ahí reunidas.

Al final, en la entrada secreta hacia los camerinos, un despistado sujeto preguntó: –¿y a qué hora viene la premiación...?

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Y es que en los últimos años el concurso había durado dos días, empezando el 21 de octubre, y el hombre mencionado no se enteró que estaba presenciando una actividad diferente. Este año el concurso fue nomás al día siguiente y, por razones que no me quedan claras, casi se suspendió. Que si tal persona no era tomada en cuenta, que si otro se había empoderado y los músicos no lo quieren, que si faltaba dinero para los premios... vaya usté a saber. El caso es que el concurso de este año estuvo bastante ralito (en participantes, público, premios y calidad) y hasta quitaron el premio para interpretación de vihuela –bastante controvertido entre los músicos, porque el instrumento de rasgueo virtuoso por excelencia en esta zona es la jarana o guitarra de golpe y los músicos opinan que ese debería ser el sujeto de concurso, no la vihuela que es complementaria.

Pero en fin, llegó el gran día. Como era de esperarse, el ostentoso despliegue escénico era para otros grupos, otros días, de otros géneros más comerciales patrocinados por una marca de whiski, y no estaba disponible del todo para la música de la región. Suficientes micrófonos, eso sí. También bastantes técnicos, pero totalmente indiferentes al sonido deseable en los grupos de arpa –el día anterior había pasado lo mismo, pero menos. A las 5 de la tarde en que el entusiasta y omnipresente Iván llegó a colgar pendones y alistar el escenario, ni el municipio ni el stage manager le hicieron el menor caso, sobre todo porque ni estaban. En el caso de los grupos regionales, los técnicos llegan casi rayando la hora programada para la actividad, acomodan los micrófonos frente a los desesperados músicos y sonorizan sobre la marcha un ensamble instrumental acústico que desconocen del todo. ¿El resultado? Un primer violín apenas presente, dominado por el segundero, los coros confusos, la primera voz inexistente, el arpa toda bordones –y viciados, por si algo faltara. No nombro los rasgueos de vihuela y jarana, porque nomás deduzco que tal vez estaban, pero no me consta. Vaya, el trabajo de los músicos de arpa totalmente echado a perder por las circunstancias. Los Caporales de Santa Ana, de Carlos Ríos, fueron contratados este año para acompañar a caballos, valoneros y parejas de baile, y fueron los primeros que pagaron el pato de la pésima sonorización.

Respiré aliviada cuando vi que en el jurado, además del eterno José Luis Rodríguez y la maestra Genoveva, había un músico: Manuel Pérez Morfín. Al menos uno del gremio que iba a ser juzgado... Y para los caballos bailadores, don Rafael Álvarez Sánchez.

En fin, el concurso transcurrió como dije, ralito. Unos cuantos valoneros, unos pocos conjuntos de arpa, un par de tamboreadores, nomás dos concursantes de arpa, un poco más de caballos y algunas parejas de baile. Los premios se repartieron y eran así como el concurso, ralitos. Y así ralito estaba el público en la segunda mitad de la noche.

Los músicos hacen el gasto para trasladarse a Apatzingán, para comprarse trajes de manta –alguien les dijo que así tenían qué ir vestidos, aunque a la mayoría no les gusta, y no es un traje que usen para trabajar normalmente. Cierto es que aprovechan la vuelta porque una población enfiestada siempre es una fuente de trabajo adicional y los más duchos en la lazada pueden hacer su octubre en la exposición ganadera, aunque este año además de la invasión de bandas y narcobandas, el amarillismo periodístico contribuyó a hacer la fiesta despoblada.

A causa de problemas añejos con la organización del concurso y el comité de festejos, muchos músicos han dejado de ir; otros prefieren permanecer en la ganadera o en los botaneros, porque ganan más con sus clientes habituales que en el concurso, y se visten como se les da la gana; otros más se enfiestan en el manguito y, aunque no ganen dinero, se divierten mucho. Y es que los premios ya no son jugosos, y menos aún si no son dinero seguro para todos.

De cualquier manera, se generan microespacios de convivencia e intercambio, como el andador frente a la puerta trasera de los camerinos del Teatro del Pueblo, incluso los estrechos pasillos dentro de éste. Pero no es suficiente, menos aún si cada vez asisten menos grupos. Pero incluso estos espacios quedan vacíos –física y conceptualmente– cuando viene la premiación: todos acaban enojados, desde los que no fueron premiados hasta los segundos lugares que hubiera querido ser primero. Termina el concurso, y la mayor parte de los músicos desaparece, por separado.

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En los días que siguieron me di a la tarea de platicar con músicos, aprovechando el magnífico puente que fue el haber compartido con ellos el escenario –y la ganadera y el manguito. Con todo y la distancia habitual que me provoca no haber nacido en un cuerpo de hombre moreno y terracalenteño, en aquéllos se había generado conmigo una sensación de ligera cercanía, porque me oyeron cantar una valona, tocar una jarana, tomar de su cerveza y dispuesta a que me regalaran algunos rasgueos y algo del misterioso bordoneo del arpa del Plan. A pesar de la tradición que el concurso tiene, parece que ellos aceptarían otras opciones... siempre y cuando alguien sea capaz de imaginarlas.

Antecedentes y conclusiones.

Antes de la llegada de la radio a las rancherías y todavía hasta la década de los ´60, los conjuntos de música tradicional –regional- disfrutaban de plenitud. En las bodas, cumpleaños y otras fiestas familiares, así como en las fiestas patronales, era obligada la música de tamborita, el conjunto de arpa y el mariachi sin trompeta. Las recogidas de ganado eran otro espacio de desarrollo de la música, el baile, la copla. En algunos lugares se bailaba en el suelo, directamente en la tierra; en otros, en la tabla, una excavación en el piso con dos ollas de barro afinadas con agua y, cubriendo todo, un tablón de parota con un sonido que, amplificado por las ollas, anunciaba el fandango desde lejos, en el silencio del campo. También se utilizan, en otras áreas, tarimas de otros materiales.

De forma natural, un joven que asumía su destino de músico, podía aprender viendo a los intérpretes mayores, memorizando las melodías y después, en casa, verificando con el instrumento y practicando. O podía ser aprendiz, cargando el instrumento y asistiendo a su maestro, a cambio de que éste le regalara repertorio. También se heredaba la música, siendo transmitida entre familiares.

A raíz del impacto de diversos procesos sociales –migración al extranjero y a ciudades, cambio de preferencias musicales por influencia de los medios masivos y otros- se ha roto la transmisión natural de viejos a jóvenes. Una de las consecuencias de ese proceso es que, ante la pérdida de prestigio social y espacios para su regeneración, las músicas de Tierra Caliente se refugiaron en centros botaneros, cantinas y zonas de tolerancia, de donde en la última década se ha intentado nuevamente incorporarlas a los espacios comunitarios. Esa ha sido, en los últimos años, la labor de los propios músicos, asociaciones civiles y algunos promotores independientes, logrando reactivarlas parcialmente.Debemos estar siempre conscientes de que, en un mundo que se transforma constantemente, las músicas tradicionales, para no morir, siempre buscan la forma de reinsertarse en él, bajo nuevas condiciones, y nuestra labor de promotoría y gestión es apoyarlas y acompañarlas en los caminos que sus músicos decidan.

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Ana Zarina Palafox Méndez
Septiembre de 2002

 

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