JUAN EL SARNOSO

No se acordaba desde cuándo era "el sarnoso". Siempre lo despreciaron, desde muy pequeño. Tampoco recordaba si tenía papás. Siempre mendigando para alimentarse. No se podía quejar, los aldeanos se aprestaban a darle alimentos con tal de verlo lejos. Muy lejos.
Hacía unos años, se había acercado a escuchar un violinista quien, asustado, por alejarse de Juan, dejó su instrumento. Juan lo persiguió para entregárselo, pero aquél prefirió perder su violín antes de correr el peligro de infectarse.

Juan comenzó, entonces, a tocar el violín. Torpemente, al principio; pero, como disponía de tiempo, cada vez fue más hábil hasta convertirse en un verdadero virtuoso. No faltaron las personas que quisieron acercarse encantadas, pero ganaban las gentes prejuiciosas e ignorantes decretando que hasta su música podía contagiar la sarna.
Mientras, Juan tenía cada vez más sarna. La comezón se fue extendiendo a todo su cuerpo. Sólo por milagro se salvaban las manos, con las que iba tocando melodías cada vez más dulces.

Y así, dulce y solitariamente transcurría su existencia cuando, por lo que los aldeanos pregonaban a gritos, se enteró que alguien había nacido en un portal. Suceso común en la época, sólo que parecía que este era un personaje importante. Algo comentaban de una reina que no había alcanzado a dar a luz en otro lado. Pero también escuchó que el padre era un carpintero (¿?). El caso es que era tan importante el pequeñito que, no conforme con lo que ya se anunciaba a gritos, el Cielo decidió ponerle una estrella de anuncio (como los faros que ponen ahora para inaugurar las discotecas), lo que hizo que Juan localizara fácilmente el lugar.
Olvidándose de la comezón y del miedo que le tenían los otros, a paso veloz y acompañado de una hermosa marcha militar (en violín), Juan se decidió a alcanzar el portal tan publicitado. En el camino escuchó que, además, este niño repartía milagros.
Por supuesto, en cuanto llegó, le intentaron bloquear el acceso. Acababan de irse unos reyes, que, al parecer, traían importantes regalos. Y es que Juan no traía presente alguno, como no fuera el riesgo de contagio.
Una pastora, caritativa, le susurró al oído: -Hace unos días vino un muchachito con un tambor; le franquearon la entrada porque dijo no tener más presente que su música-.
Juan, más impulsado por su curiosidad que por fervor alguno, tocando enl violín cada vez más fuerte, se abrió paso como columna de granaderos, apartando a cualquiera con su decisión, aplomo y contagio.
De lleno en el portal, alcanzó a ver cómo aquella Reina y el enigmático Carpintero huyeron, pidiéndole no tocara ni al niño, ni a una vaca que andaba por ahí. Sólo quedaron con él un bebé -que no parecía tener nada de particular- y un pastor con grandes alas doradas.
Nunca supo por qué comenzó a tocar ante el bebé las más hermosas melodías cuando, para su asombro, el niño habló:
-Juan, tú no tienes sarna-. Juan permaneció mudo y con la boca abierta, moviendo la cabeza de un lado a otro. Al niño no le importó, y prosiguió: -Lo que tú tienes son polillas-.
-¡Bonito consuelo que me ofreces!-, dice Juan, entre riendo y enfurecido, -¿Qué me importa si es sarna, polillas o lepra? El resultado es el mismo. ¿No dicen por ahí que tú repartes milagros? Vengo a ver si me lo quitas, lo que sea que tengo-.
El niño perdió su actitud ceremoniosa para soltar enorme carcajada y le increpó: -¿No te das cuenta que son sólo polillas? Pero además-, agregó, -de una especie extraña. Son polillas "sicosomá-ticas".
-¡Peor!-, alegó Juan. -Yo quería el milagro de librarme de esto. Pero he venido por una decepción más.
-¡Eso es lo que tienes! ¡Date cuenta! Quiero decirte que tus polillas no son como polillas, o sea, como animalitos, tus polillas son los escozores, las comezones, la picazón, pues, que te va quedando de las decepciones que sufres. No te liberas de ellas, sino que te las vas quedando puestas, por eso te siguen picando toda la vida.

-¿Y qué?- responde Juan enfurecido, -¿de qué me sirve saber todo eso de las "escomezones", si me voy a quedar así?
-Lo que quiero decirte es que no te vas a quedar así, si no quieres, Y no voy a ser yo quien realice el milagro.
-¡Claro, también tienes miedo de contagiarte!
-¡No me entiendes! Es algo que puedes hacer tú solo. Baila, Juan. Baila.
-No te burles de mí.
-Nadie se está burlando. ¿Qué no te acuerdas que a bailar le dicen "regar la polilla"? En serio, baila. Pero no bailes así nomás. Baila con mucha alegría. Baila como cuando eras niño. Que no te importe nada: sonríe, brinca. Empieza tocando tu violin, ta..ta..ta..tara tará, ta, ta, turu turú... ¡eso! Sigue, Juan, ahora empiézate a mover, ¡así! ¿Ves, qué fácil? ¡Síguele!-.
Juan continuó moviéndose, y "regando la polilla" que, efectivamente, fue a dar al suelo.
Fue dejando montones de gusanitos de todos colores, que amenazaban con volverse a subir. Pero ahí, el niño -que, por cierto, se llamaba Jesus-, le indicó que, rítmicamente, fuera pisando las polillas para terminar con ellas. Juan, feliz, fue sintiendo cómo toda la piel se le iba limpiando, ya no había comezón, sólo mucha alegría y, dándole gracias a Jesús, quien quedó también feliz, se alejó golpeando, ora con el tacón, ora con la planta, ora cepillaba el suelo con la punta, aplastando las polillas.
Cuando lo vieron algunos de los pastores, le gritaron:
-¡Juan, qué bien te ves, ya te curaste! Pero, -agregaban intrigados, -¿qué extraña forma de correr es esa?
-¡No estoy corriendo, Es una forma de matar decepciones. Se llama Zapateado!-.
Y así, zapateando y riendo, Juan recibió el regalo del Niño.

Ana Zarina Palafox Méndez
Diciembre de 1996

 

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